lunes, marzo 16, 2015

BIRDMAN (El arte como una forma de libertad)





Robert McKee dice en su libro (de fundamental lectura para todo aficionado o profesional del séptimo arte) “El guión” (Story, Robert McKee) que un guión debe tratar sobre la vida. Tras ver “Birdman” de Alejandro González Iñárritu no puedo sino confirmar que el director mejicano tenía muy presente esa premisa en su cabeza cuando escribió, rodó y montó esta interesantísima película.
Pero cojamos ya el toro por los cuernos y digamos que Birdman no es una película fácil. Su pirueta visual que parece envolver toda la historia en un único plano secuencia y en un único escenario, es vistosa e incluso necesaria, pero puede carecer del atractivo postmoderno que el espectador medio espera de una película y al que tanto y, de forma tan vehemente, habla esta película. Porque sí, porque es al espectador al que Iñárritu le está enviando su discurso, una exposición que no trata tanto sobre los actores y la gente del mundo del espectáculo, sino del público y lo que éste espera de esos profesionales.
Iñárritu no esquiva los tópicos respecto a los actores a los que presenta como bichos raros, gente con los nervios a flor de piel, promiscuos, maniaco- depresivos, incluso. Tampoco sobre los críticos, mostrados una vez más como infames verdugos que, como si agencias de rating económicos se tratara, pueden con su juicio hundir en la miseria o alzar a los cielos cualquier producción a la que le dediquen su columna. Pero esos tópicos, que siempre tienen algo de cierto, no buscan otra cosa que la de llamar la atención del público sobre su propio papel en todo el tinglado de las artes escénicas, del teatro y, muy especialmente, del cine.
El protagonista de Birdman es un alter ego de su propio actor, Michael Keaton, alguien que en su día triunfó con una película de superhéroes de gran éxito (como el propio Keaton que alcanzó la fama con el primer Batman (Batman, Tim Burton, 1989) y, de hecho, abrió la puerta para todo el aluvión de películas sobre superhéroes que vivimos hoy día) y que, tras haber probado las mieles del éxito, siente que ha traicionado a su profesión. Esto coloca al protagonista ante el dilema moral de seguir contentando a un público masivo con el que él no se identifica pero que le ha dado todo cuanto tiene, o renunciar a él y tratar de hacer las paces consigo mismo demostrándose que es capaz de hacer algo que llegue al público sin apoyarse en un gran espectáculo pirotécnico.
Hubiera sido sencillo presentar al personaje de Keaton como a un payaso sin talento que acierta por casualidad o que ni siquiera acierta con su salto al vacío, pero eso sería cargar las tintas y explicar una mentira porque, sinceramente, ¿alguien puede pensar que con la cantidad de jóvenes que tratan de llegar a ser actores, los que lo consiguen son gente sin talento solo porque aparecen en películas que nos parecen vacías? ¿Qué lo son solo por su cara bonita? ¿Cuántas caras bonitas, quizá incluso más bonitas que las que vemos en pantalla no se han quedado por el camino?
Iñárritu, como decía, tiene buen cuidado en incluir una secuencia en la que el personaje que interpreta Keaton se enfrenta al que interpreta Edward Norton (cuyo papel es el de un actor de método de mucho talento pero con un comportamiento imprevisible, otro tópico) vomitándole un speech acerca de su pasado y los malos tratos a los que le sometía su padre para, después, soltarle en la cara que se lo acaba de inventar todo y dejar claro así que no es un mal actor, tan solo uno que ha perdido la credibilidad por parte de un sector del público, el que no le perdona sus trabajos anteriores. ¿Pero es el público lo que le importa? Su hija se lo grita a la cara para que todos podamos entenderlo de una vez. El único público que le preocupa es él mismo y no los cuatro sibaritas que vienen a ver una obra de arte y ensayo como preludio para una charla de café posterior.
El público es un amante cruel; dicen que en el cine de Hollywood vales lo que tu última película. Este tratamiento no se le da a ningún profesional de ningún otro sector. A un albañil no se le veta para un puesto de peón en la construcción de un chalé si su último trabajo fue levantar una pared en un edificio de pisos baratos. Este tipo de juicios se emiten tan solo sobre aquellos sobre los que pesa la esquiva losa de “artista”, como si el arte fuera algo que pudiera planificarse y además hubiera de contentar a todos. Como si uno pudiera elegir cuando va a hacer arte y cuando, sencillamente, va a trabajar en una bagatela. Es el público el que decide lo que es arte otorgándole su aprobación, no mediante la compra de una entrada (que en ese momento no sabe si lo que va a ver le va a emocionar o no), sino reconociendo el valor de lo contemplado a lo largo del tiempo, manteniendo vivo su recuerdo, convirtiéndolo en una referencia, reconociendo el valor de su trabajo, de su innovación, de su capacidad para no abandonar nuestra cabeza e incluso para motivarle a querer hacer lo mismo, inspirándole.
Iñárritu y su personaje nos enseñan que en el cine y en el arte en general, la única persona que debemos tener en cuenta cuando nos ponemos a trabajar es nosotros mismos, no en un sentido onanista, no para nuestra autosatisfacción, sino para liberarnos. Debemos terminar con la sensación de que hemos hecho lo que realmente queríamos hacer, no porque nuestro contratista, si lo hay, lo considera comercial, no porque los bloggers lo consideran tendencia, no porque la crítica especializada lo va a aprobar, ni siquiera porque el público lo va a aplaudir. Todo ello estará bien si sucede pero no debe ser nunca el objetivo en si mismo. ¿Qué autor cinematográfico actual puede conjuntar todo eso y además sentir que no se ha traicionado a si mismo?  Seguramente muy pocos. Como sugiere el subtítulo de la película, en lo que al arte se refiere a veces la ignorancia puede revelarse virtud.

Escribamos, grabemos, dibujemos, pintemos o fotografiemos. Pero hagámoslo siendo sinceros con nosotros mismos. Mostremos nuestra verdad sin plantearnos si con ellos complacemos o molestamos. Como si dice el Santo Libro, “la verdad os hará libres” (Juan 8: 32). Como a “Birdman”. Libre como un pájaro.