viernes, febrero 27, 2009

GRAN TORINO; La vejez de Harry Callahan


Si alguna vez se había preguntado qué fue de aquel policía de métodos expeditivos y mueca de repugnancia constante en el rostro llamado Harry Callahan (aka Harry, el sucio) acérquese a ver “Grand Torino” y lo descubrirá.
Cierto es que la última película de Clint Eastwood no continúa la saga iniciada por Don Siegel en los setenta y, en realidad, poco o nada tiene que ver “Grand Torino” con el género policíaco pero resulta casi imposible desvincular el personaje construido por el propio Eastwood con el de aquel mítico polizonte del magnum 44.

No creo que me equivoque si digo que, gracias al trailer promocional, muchos de aquellos que antaño eran el público más fiel de Clint van a acudir en masa al cine en busca de un reencuentro que les aleje de mediasnoches en jardines, puentes de Madison o nenas del millón de dólares y les devuelva a su añorado tipo duro.
Y a fe que no se van a ver defraudados pues el personaje que interpreta Eastwood en Grand Torino tiene todos los ingredientes de aquel elemento del que hablaba al principio; malencarado, rudo, violento, racista y con cierta chispa en sus hirientes comentarios.

No obstante, el Eastwood que dirige no pretende en realidad volver sobre aquéllos personajes de la misma manera. Más bien busca que sea su público el que regrese allí y, que de alguna manera, los que le han descubierto con sus últimas películas conozcan su otra cara. ¿Para qué? Para demostrarles a todos que, en el fondo, aquellos que le tachaban de reaccionario por interpretar a policías fascistoides lo son casi tanto como el mismo Harry Callahan. Para conseguirlo, Clint Eastwood plantea una historia bien sencilla.
Un hombre mayor está siendo el centro de todas las miradas en el funeral de su propia esposa. Además de la pérdida tiene que aguantar que todo el mundo parece haber perdido el respeto y las formas; el cura que lo oficia es un jovenzuelo que no le cae bien ni le inspira confianza alguna como párroco, sus hijos parecen más preocupados por saber si podrá valerse sólo que por reconfortarle (y de hecho no pierden tiempo en recomendarle un asilo), sus nietos se presentan en la iglesia vestidos como si fueran de marcha y, para colmo, la casa que hay junto a la suya acaba de ser ocupada por unos inmigrantes asiáticos que están de celebración, añadiendo un grupo más de inmigrantes a los muchos con los que ya tiene que convivir.
Este viejo cascarrabias llamado Walt Kowalski que interpreta el propio Eastwood no inspira compasión ni lástima, si acaso lo contrario. Su actitud para con los demás, sean de la familia o no, es siempre altiva cuando no directamente grosera. De hecho, la interpretación que hace Eastwood del personaje es prácticamente una caricatura, pues se pasa buena parte de la primera mitad de la película gruñendo y haciendo muecas de desagrado a cual más exagerada.
Las cosas cambiarán cuando, fruto de un intento de robo frustrado al coche (modelo Grand Torino) que guarda en su garaje, el viejo acabe relacionándose cada vez más con sus nuevos vecinos y, sin proponérselo surja una amistad, algo que no será bien visto por otros miembros de dicha comunidad y que acabará finalmente en una escalada de violencia, en gran parte provocada por el propio viejo.

Eastwood maneja perfectamente el tiempo de la película y, aunque nos presenta a su protagonista como un veterano de guerra, racista y malencarado, el viaje hacia posiciones más moderadas se lleva a cabo de forma suave, lo que se traduce en una agradecida credibilidad.
Dicho viaje se solapa con el aumento del nivel de violencia en la película. Se empieza con malas caras y gruñidos, luego pasamos a insultos y amenazas (atención a ese gesto característico de disparar simulando una pistola con los dedos), después a los golpes y finalmente a los disparos y cosas peores.
El personaje interpretado por Eastwood, cree haber dejado atrás todo lo que vio y vivió en la guerra. Escudado en su vejez, que de algún modo le protege porque nadie le considera una amenaza real, y en su propia bravuconería, se pasea por el barrio como si se tratara del dueño de la ciudad y, de alguna manera, actual como si de un justiciero se tratara. Da lecciones a los jóvenes sobre como deben comportarse o actuar, consejos sobre como cortejar a mujeres e insulta a aquellos que no parecen saber como se defiende a una chica (aunque estés en desventaja de tres contra uno).
Como buen republicano (se sobreentiende) lleva un arma consigo pero, he aquí el detalle, nunca se le ve usarla más que con fines disuasorios. Ni siquiera dispara un solo tiro; cuando lo hace es con sus inofensivos dedos formando la imaginaria pistola antes mencionada.
Sin embargo, cuando las cosas llegan demasiado lejos vuelve a aparecer el hombre que fue antaño, el soldado que tuvo que realizar cosas horribles (de alguna manera es como cuando William Munny se entera de la muerte de su compañero en “Sin perdón”). Al saber que debe involucrarse en una nueva guerra, a sus años, el viejo toma una decisión. Eastwood fotografía este momento con una luz tenue que apenas puede rasgar la oscuridad total en la que su personaje se ha hundido. De ella emergerá lo que todo el público estaba esperando, un héroe, un vengador, un vigilante del barrio que ponga las cosas en su sitio. Antes de darnos cuenta todos estamos deseando que el viejecito desempolve un magnum 44 y la emprenda a tiros con todos los hijos de puta que se han instalado en los alrededores. Todos queremos que vuelva Harry.
Pero Harry no vuelve y Eastwood nos da una lección a todos. Los años de juventud han pasado y tan solo es un viejo, cansado y enfermo. Su actitud y su forma de ser no han traído sino problemas a todos.
El Grand Torino, que el viejo cuida y mantiene impecable a pesar de no utilizarlo nunca (se desplaza en un cacharro casi tan viejo como él), representa la juventud perdida y la libertad. Una libertad, o liberación, que tan solo se alcanzará al final, cuando por fin el mítico coche circule de nuevo por las calles de la ciudad.